La herramienta de Trump para acabar con el orden internacional (haciendo negocio)
En España las fuerzas políticas democráticas no pueden más que oponerse al plan de limpieza étnica del presidente de EEUU en Gaza. A fecha de hoy el Partido Popular lo ha hecho tibiamente, sin atreverse a criticar a Trump. Vox lo ve "razonable" La garantía los derechos fundamentales a todas las personas –el derecho a una vida digna, a la integridad, y a un desarrollo digno y aceptable– ha estado en el núcleo de la acción política de la comunidad de naciones civilizadas al menos desde la proclamación de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789. Redactada en consulta con el norteamericano Thomas Jefferson y aprobada por la Asamblea Nacional francesa, es el principal legado de la Revolución Francesa. En desarrollo de las normas protectoras de los derechos fundamentales derivadas de la declaración de 1789, fueron aprobadas las primeras regulaciones de derecho internacional humanitario –el derecho aplicable de forma imperativa a los conflictos armados– normas construidas sobre la obligación de respeto escrupuloso en los cualquier conflicto a la integridad de la población civil. España puede considerarse un país precursor en estos esfuerzos de protección de la población civil en los conflictos armados, a la vista del Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra de 1820, suscrito entre el general español Pablo Morillo y “el Libertador” Simón Bolívar, en las guerras de independencia americanas, probablemente el primer tratado de derecho internacional humanitario moderno. Su artículo 1 indicaba que “La guerra entre España y Colombia se hará como la hacen los pueblos civilizados (…)” Y continuaba el art. 11 respecto a la protección de la población civil: “Los habitantes de los pueblos que alternativamente se ocuparen por las armas de ambos gobiernos, serán altamente respetados, gozarán de una extensa y absoluta libertad y seguridad, sean cuales fueren o hayan sido sus opiniones, destinos, servicios y conducta, con respecto a las partes beligerantes”. Posteriormente, más de 25 países, las principales potencias de la época –Estados Unidos, Inglaterra, China y España, entre otros– suscribieron la Segunda Convención de la Haya sobre Leyes y Costumbres de la Guerra Terrestre de 1899, que incorporó la denominada Clausula Martens, la primera norma de categoría y alcance internacional de protección a la población civil en los conflictos armados: “Hasta que un Código más completo de las leyes de guerra se emita, las Altas Partes Contratantes juzgan oportuno declarar que, (…), las poblaciones y los beligerantes quedan bajo la protección y el imperio de los principios del derecho internacional, tal como resultan de los usos establecidos entre naciones civilizadas, de las leyes de la humanidad y las exigencias de la conciencia pública”. El surgimiento del fascismo, del nazismo y del imperialismo japonés desencadenó la más grave guerra mundial conocida por la humanidad hasta el momento. La posterior derrota de estos regímenes criminales hizo necesario el establecimiento de un nuevo orden jurídico internacional para evitar la repetición de los graves crímenes contra la humanidad que cometieron. Este nuevo orden fue construido con el consenso de los dos bloques políticos-militares predominantes hasta finales del siglo XX, situando el respeto a los derechos fundamentales de la persona como principio orientador de las relaciones internacionales. La Declaración Universal de los derechos humanos y la Convención para la prevención del genocidio, ambas de 1948, iniciaron esa nueva época de protección de la humanidad, que continuó con la aprobación y con las cuatro Convenciones de Ginebra de 1949. La humanidad ha progresado desde entonces sobre el respeto a los derechos humanos, la observación de un derecho penal internacional preventivo de crímenes contra la humanidad, y con una exhaustiva regulación del derecho aplicable en las guerras, en especial para la protección de la población civil y de quienes han quedado fuera de combate. Este orden internacional –imperfecto por la debilidad de los mecanismos de exigencia de su cumplimiento, pero civilizado— es lo que está siendo demolido a marchas forzadas por la nueva administración estadounidense de Donald Trump, para el cual no existe más legalidad internacional qué sus caprichosas decisiones siempre asociadas a la oportunidad de negocio, y no necesariamente de los Estados Unidos sino de él y de la élite de tecno-empresarios a los que parece que ha entregado el control de su administración. El abandono por los Estados Unidos del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, de la Organización Mundial de la Salud o de la Agencia de la Naciones Unidas para los refugiados palestinos (Unrwa) –previamente ilegalizada por Israel en su territorio– son otros pasos en el iter seguido por Trump para acabar con el concierto internacional de las naciones y sustituirlo por
En España las fuerzas políticas democráticas no pueden más que oponerse al plan de limpieza étnica del presidente de EEUU en Gaza. A fecha de hoy el Partido Popular lo ha hecho tibiamente, sin atreverse a criticar a Trump. Vox lo ve "razonable"
La garantía los derechos fundamentales a todas las personas –el derecho a una vida digna, a la integridad, y a un desarrollo digno y aceptable– ha estado en el núcleo de la acción política de la comunidad de naciones civilizadas al menos desde la proclamación de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789. Redactada en consulta con el norteamericano Thomas Jefferson y aprobada por la Asamblea Nacional francesa, es el principal legado de la Revolución Francesa.
En desarrollo de las normas protectoras de los derechos fundamentales derivadas de la declaración de 1789, fueron aprobadas las primeras regulaciones de derecho internacional humanitario –el derecho aplicable de forma imperativa a los conflictos armados– normas construidas sobre la obligación de respeto escrupuloso en los cualquier conflicto a la integridad de la población civil.
España puede considerarse un país precursor en estos esfuerzos de protección de la población civil en los conflictos armados, a la vista del Tratado de Armisticio y Regularización de la Guerra de 1820, suscrito entre el general español Pablo Morillo y “el Libertador” Simón Bolívar, en las guerras de independencia americanas, probablemente el primer tratado de derecho internacional humanitario moderno.
Su artículo 1 indicaba que “La guerra entre España y Colombia se hará como la hacen los pueblos civilizados (…)”
Y continuaba el art. 11 respecto a la protección de la población civil: “Los habitantes de los pueblos que alternativamente se ocuparen por las armas de ambos gobiernos, serán altamente respetados, gozarán de una extensa y absoluta libertad y seguridad, sean cuales fueren o hayan sido sus opiniones, destinos, servicios y conducta, con respecto a las partes beligerantes”.
Posteriormente, más de 25 países, las principales potencias de la época –Estados Unidos, Inglaterra, China y España, entre otros– suscribieron la Segunda Convención de la Haya sobre Leyes y Costumbres de la Guerra Terrestre de 1899, que incorporó la denominada Clausula Martens, la primera norma de categoría y alcance internacional de protección a la población civil en los conflictos armados: “Hasta que un Código más completo de las leyes de guerra se emita, las Altas Partes Contratantes juzgan oportuno declarar que, (…), las poblaciones y los beligerantes quedan bajo la protección y el imperio de los principios del derecho internacional, tal como resultan de los usos establecidos entre naciones civilizadas, de las leyes de la humanidad y las exigencias de la conciencia pública”.
El surgimiento del fascismo, del nazismo y del imperialismo japonés desencadenó la más grave guerra mundial conocida por la humanidad hasta el momento. La posterior derrota de estos regímenes criminales hizo necesario el establecimiento de un nuevo orden jurídico internacional para evitar la repetición de los graves crímenes contra la humanidad que cometieron. Este nuevo orden fue construido con el consenso de los dos bloques políticos-militares predominantes hasta finales del siglo XX, situando el respeto a los derechos fundamentales de la persona como principio orientador de las relaciones internacionales. La Declaración Universal de los derechos humanos y la Convención para la prevención del genocidio, ambas de 1948, iniciaron esa nueva época de protección de la humanidad, que continuó con la aprobación y con las cuatro Convenciones de Ginebra de 1949. La humanidad ha progresado desde entonces sobre el respeto a los derechos humanos, la observación de un derecho penal internacional preventivo de crímenes contra la humanidad, y con una exhaustiva regulación del derecho aplicable en las guerras, en especial para la protección de la población civil y de quienes han quedado fuera de combate.
Este orden internacional –imperfecto por la debilidad de los mecanismos de exigencia de su cumplimiento, pero civilizado— es lo que está siendo demolido a marchas forzadas por la nueva administración estadounidense de Donald Trump, para el cual no existe más legalidad internacional qué sus caprichosas decisiones siempre asociadas a la oportunidad de negocio, y no necesariamente de los Estados Unidos sino de él y de la élite de tecno-empresarios a los que parece que ha entregado el control de su administración. El abandono por los Estados Unidos del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, de la Organización Mundial de la Salud o de la Agencia de la Naciones Unidas para los refugiados palestinos (Unrwa) –previamente ilegalizada por Israel en su territorio– son otros pasos en el iter seguido por Trump para acabar con el concierto internacional de las naciones y sustituirlo por el uso de la fuerza en las relaciones internacionales. La ley de la selva.
Estados Unidos “tomará el control de la Franja de Gaza”, ha asegurado Trump. “Nos pertenecerá en el largo plazo”, ha decidido sin concurso alguno de las Naciones Unidas, única institución con capacidad legal para determinar hoy la soberanía de los distintos territorios del planeta, a salvo de acuerdos bilaterales entre los Estados directamente implicados en una disputa territorial.
Esta unilateral decisión sobre la Franja de Gaza ha venido precedida de anuncios cuestionando la soberanía sobre sus territorios de países como Canadá, Panamá, México o Dinamarca, acompañados de diversas amenazas que no disimulan afanes de apropiación. Crucen los dedos para que Trump no ponga su atención sobre algún territorio de soberanía española.
Los palestinos “no podrán volver”, serán “reasentados” en otros países de la región de forma “permanente”, ha anunciado Trump, en alusión directa a una expulsión que pretende con destino a Egipto, Jordania u otros países de la región de Oriente Medio. En ningún momento ha mencionado Europa o los Estados Unidos como posible lugar de destino de las víctimas de esta limpieza étnica. Los palestinos “no podrán volver porque, si vuelven, va a terminar de la misma manera que en los últimos cien años”, ha amenazado con total impunidad.
Trump se refiere a Gaza como la futura “Riviera de Oriente Medio”, situando su interés empresarial inmobiliario particular como una de las principales motivaciones para la comisión de un grave crimen de lesa humanidad. Esta técnica de conversión de una limpieza étnica en un gran negocio, necesariamente debe ser comparada con la legislación expropiatoria anti judía dictada por los nazis, en cuya cúspide se sitúa el decreto de octubre de 1938 para la Confiscación de la Propiedad Judía, que regula la transferencia de bienes de judíos a alemanes no judíos.
Como ya ha calificado el secretario general de la ONU, António Guterres, estamos ante una nueva “limpieza étnica”, otra Nakba del pueblo palestino, quizás esta vez la definitiva si continúa la permanente anexión de territorio de Cisjordania al Estado de Israel como se viene haciendo sin pausa desde que comenzó la campaña de destrucción de Gaza.
El Estatuto de la Corte Penal Internacional define en su artículo 7 las distintas formas de cometer crímenes de lesa humanidad, entre otras “el desplazamiento forzoso de las personas afectadas, por expulsión u otros actos coactivos, de la zona en que estén legítimamente presentes, sin motivos autorizados por el derecho internacional”.
Y en su articulo 8 califica como crimen de guerra: “(…) la deportación o el traslado de la totalidad o parte de la población del territorio ocupado, dentro o fuera de ese territorio”.
El artículo 147 del IV Convenio de Ginebra relativo a la protección de civiles en tiempo de guerra califica como una infracción grave la deportación o el traslado, total o parcial, por la fuerza de la población civil de un territorio ocupado en un conflicto armado, de igual manera que lo hace la Norma 129 de derecho internacional humanitario (DIH) consuetudinario del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR).
Esta deportación masiva de población anunciada por Trump tiene además una clara finalidad de limpieza étnica, que también es una infracción grave del DIH. Según el CICR, la finalidad de la “depuración étnica” es modificar la composición demográfica de un territorio.
Alguien ha dicho que Trump está aplicando a la política internacional las formas de actuación del “Far West”. Desgraciadamente no es una metáfora, sino una mención a las técnicas utilizadas históricamente en Estados Unidos para crear ese inmenso país. Desde los inicios del siglo XIX hasta concluido el primer tercio del siglo XX, el desplazamiento de decenas de miles de nativos norteamericanos de sus territorios originarios fue política oficial de los Estados Unidos.
Cuando Trump alude al “traslado de palestinos”, está reproduciendo la conocida como política de “traslado de indios”, que fue aprobada por el Congreso de EEUU en 1830 mediante la Indian Removal Act, implementada con total impunidad y sin que a fecha de hoy haya existido ni un serio reproche político, ni una política de reparación integral a sus víctimas. Las tribus Ojibwe de Wisconsin fueron trasladadas en 1850 a Minnesota, episodio conocido como “la marcha de la muerte” por las innumerables víctimas que provocó. El Sendero de Lágrimas –Trail of Tears– fue otra serie de desplazamientos forzados, al menos de 60.000 indígenas de las denominadas cinco tribus civilizadas, entre 1830 y 1850. Otra limpieza étnica que formó parte de la expulsión gradual pero constante durante veinte años y que afectó a las naciones Cherokee, Creek, Seminola y otras, además de miles de esclavos afroamericanos incluidos también en la operación de desplazamiento forzoso. Fueron expulsados de sus tierras ancestrales en el sureste de los Estados Unidos hacia zonas hacia el oeste. Distintos especialistas han descrito estos episodios como un genocidio.
Una de las causas de ese traslado en ese momento fue el descubrimiento de oro en territorios de estos pueblos. A lo largo del siglo XX el gobierno federal de los Estados Unidos recaudó miles de millones de dólares por las ventas o arrendamientos de recursos naturales como madera, petróleo y gas en tierras indias, recursos que fueron ingresados en fondos fiduciarios durante décadas y de los que nunca se dio cuenta a las naciones desplazadas.
Es decir, una de las causas del desplazamiento masivo de población nativa en los Estados Unidos fue la apropiación de los inmensos recursos naturales de las tierras ancestrales de estos pueblos, al igual que las leyes contra los judíos de los nazis incluyeron medidas de constante expropiación de los patrimonios de las familias judías. Ahora van a ser inmensos beneficios inmobiliarios, real estate, los incentivos para este nuevo desplazamiento forzoso de población, la mayor operación de limpieza étnica desde el genocidio de Ruanda. Para Trump los palestinos no son más que “nativos” sin derechos, que deben desaparecer ante el empuje de la nueva oleada colonizadora, desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo, que dará lugar a un nuevo Estado. Ese al que Amin Malouf, en su obra 'Las cruzadas vistas por los árabes' calificaba como nuevo Estado cruzado.
Todavía existen en la legislación internacional mecanismos para exigir responsabilidades por coautoría o complicidad con este grave crimen de lesa humanidad y de guerra, contra todas las personas que participen en tan abyecta operación criminal y lucrativa. Cada inversor, cada persona que adquiera bienes o se beneficie de alguna forma del desplazamiento forzado de la población del territorio ocupado que es la Franja de Gaza, debe conocer que forma parte de una “empresa criminal conjunta” –joint criminal entrerprise– y que deberá rendir cuentas tarde o temprano ante la justicia internacional.
De momento no perdamos de vista las reacciones a tan perversa propuesta de Trump por la comunidad internacional. Más allá del principal beneficiado, el presunto criminal de guerra Benjamín Netanyahu –sobre el que pesa una orden de detención internacional por crimen de genocidio– y su gobierno, la comunidad internacional viene pronunciándose con mayor o menor contundencia en contra del plan de limpieza étnica de Trump. China, Reino Unido, Egipto, Turquía Alemania, España o Eslovenia ya se han pronunciado rechazando esta criminal ocurrencia. En España las fuerzas políticas democráticas no pueden más que oponerse. A fecha de hoy el Partido Popular lo ha hecho tibiamente, sin atreverse a criticar a Trump.
Sin embargo, el secretario general de Vox en el Congreso, José María Figaredo, ve “razonable” el plan de Trump y ha afirmado que este crimen de lesa humanidad o crimen de guerra puede “arrojar paz” y “sensatez” a la región. La paz de los cementerios y el exterminio de todo un pueblo. En los meses que vienen comprobaremos hasta dónde llega la humanidad y la defensa de la soberanía nacional de España y de nuestros países hermanos americanos, por las élites que recurren al patriotismo únicamente como una rentable estrategia electoral.