Creo que 'La infiltrada' es tan buena que debería llevarse un montón de Goyas, pero no puede evitar, en el fondo, ser más de lo mismo
Recuerdo el País Vasco de los 90 como un lugar de silencio. Un sitio de fiestas, de rock, de zuritos y cuadrillas, pero también de un silencio sepulcral que sobrevolaba por toda la sociedad, ese que permitía que fuera normal decirle a los hijos que, en general, estuvieran callados al salir de casa. Por si acaso. Porque nadie quería ver su nombre en una pintada de la calle, sentir una amenaza, una meticulosa comprobación debajo del coche, un cobarde tiro en la nuca. Durante años, el pueblo vasco, que en su gran mayoría simplemente queríamos vivir como en cualquier otro sitio, tuvimos que llevar tras de nosotros el estigma de ETA. Y claro, años después de su disolución definitiva (al fin), la historia del grupo terrorista se ha convertido en un tema de lo más jugoso para el cine, tan dado a crear villanos malísimos y héroes sin tacha. Los asesinos no merecen otra cosa que el desprecio, claro, pero las películas se benefician de los personajes con matices que no llegan al cartoon. Y por eso es posible que 'La infiltrada', que acierta en muchas cosas, no acabe de dar en el blanco por culpa de su falta de tonalidad, su negro o blanco, su incapacidad para darse cuenta que dar una tridimensionalidad a los personajes malvados no significa, en ningún caso, exculparles o justificar sus villanías. Jo ta ke, galdu arte Vaya por delante que creo que 'La infiltrada' es un thriller modélico. Arantxa Echevarría firma su mejor obra (personalmente, la primera que me ha gustado de verdad tras cuadros como 'Chinas' o 'Carmen y Lola') gracias a un montaje apabullante, la recreación casi perfecta del Donosti de los años 90 y el protagonismo de una Carolina Yuste en su papel más acertado hasta la fecha. Su labor como directora no es baladí: logra que la emoción vaya in crescendo de manera continua y filma algunas de las mejores escenas del cine español de los últimos años, que tienen al espectador al borde de la butaca -la carpeta, la recogida de Sergio, la pistola en la cara-, dando exactamente lo que propone. Es cine bueno, funcional, emocionante y emocional. En Espinof Las 9 grandes sorpresas y decepciones de las nominaciones a los Goya 2025, entre el ninguneo a Najwa Nimri y la faltada a Pedro Almodóvar De hecho, no me extrañaría lo más mínimo que fuera la vencedora final de la gala de los Goya (su máximo contrincante es 'El 47', con 'Casa en llamas' y el resto muy descolgadas a estas alturas). No hay motivo por el que no deba ganar: no ofende a ninguna parte del espectro político actual, el público la adora, ha recaudado 8.200.000 euros y está en el punto medio exacto entre el cine de mero entretenimiento y el que busca algo más del espectador. Y, además, la directora es -según cuentan- una de las personas más increíbles y simpáticas de la industria española. Siendo honesto, me alegraría por la victoria de la película, porque se lo merece. Sí. Pero. Siempre hay un "pero". Y es que, para mi gusto, la película se va al traste en su tercer acto por culpa de un guion que teme haber edulcorado demasiado a uno de los etarras protagonistas, Kepa, e introduce otro personaje nuevo al que decide no dar matiz alguno: es un malo tan malo que parece casi una parodia sacada de un cartoon infantil. Lo primero que sabemos de Sergio es que no quiere deshacerse de su pistola, odia a los gatos, es sucio, violento, machista y "solo confía en Txapote". No digo que haya que presentar a los miembros de ETA como un alegre grupo de pillastres, ni mucho menos, pero la dualidad del bien y el mal que 'La infiltrada' logra encapsular en Kepa acaba destruyéndose por completo. Y es una pena. Fe de err... de etarras Es imposible que no se te hiele la sangre al ver esa escena, tan dura como necesaria, en la que Kepa cuenta cómo cometió un atentado, deleitándose en los detalles, en el disparo, en el sadismo del momento. Pero 'La infiltrada' acierta de pleno al mostrarle también como la persona más allá del monstruo, el lobo vestido de oveja que es capaz de camelarse a una Arantxa que da el paso definitivo para dejar atrás a la Mónica que era unos años antes. Es etarra, pero baila tango. Ha matado, pero juega a la Game Boy. Es un asesino, pero se ríe viendo la tele. La apreciación de los tonos de gris en un personaje que normalmente sería representado como un necio violento es lo que convierte a 'La infiltrada', al menos durante un tiempo, en algo más que un simple retrato de policías buenos y terroristas malos. Sin embargo, la llegada de Sergio, una caricatura de todos los malos que hemos visto en series de televisión a lo largo de los años (llega incluso a amenazar con cortar la cabeza a Sua, el gato, y tirarle a la basura, lo que en el cine de hoy en día es una villanía imperdonable) sin redención de ningún tipo. Es necesario que haga de la vida de Arantxa una pesadilla para que la trama avance hasta su inevitable final, pero al mismo tiempo hace
Recuerdo el País Vasco de los 90 como un lugar de silencio. Un sitio de fiestas, de rock, de zuritos y cuadrillas, pero también de un silencio sepulcral que sobrevolaba por toda la sociedad, ese que permitía que fuera normal decirle a los hijos que, en general, estuvieran callados al salir de casa. Por si acaso. Porque nadie quería ver su nombre en una pintada de la calle, sentir una amenaza, una meticulosa comprobación debajo del coche, un cobarde tiro en la nuca. Durante años, el pueblo vasco, que en su gran mayoría simplemente queríamos vivir como en cualquier otro sitio, tuvimos que llevar tras de nosotros el estigma de ETA.
Y claro, años después de su disolución definitiva (al fin), la historia del grupo terrorista se ha convertido en un tema de lo más jugoso para el cine, tan dado a crear villanos malísimos y héroes sin tacha. Los asesinos no merecen otra cosa que el desprecio, claro, pero las películas se benefician de los personajes con matices que no llegan al cartoon. Y por eso es posible que 'La infiltrada', que acierta en muchas cosas, no acabe de dar en el blanco por culpa de su falta de tonalidad, su negro o blanco, su incapacidad para darse cuenta que dar una tridimensionalidad a los personajes malvados no significa, en ningún caso, exculparles o justificar sus villanías.
Jo ta ke, galdu arte
Vaya por delante que creo que 'La infiltrada' es un thriller modélico. Arantxa Echevarría firma su mejor obra (personalmente, la primera que me ha gustado de verdad tras cuadros como 'Chinas' o 'Carmen y Lola') gracias a un montaje apabullante, la recreación casi perfecta del Donosti de los años 90 y el protagonismo de una Carolina Yuste en su papel más acertado hasta la fecha. Su labor como directora no es baladí: logra que la emoción vaya in crescendo de manera continua y filma algunas de las mejores escenas del cine español de los últimos años, que tienen al espectador al borde de la butaca -la carpeta, la recogida de Sergio, la pistola en la cara-, dando exactamente lo que propone. Es cine bueno, funcional, emocionante y emocional.
De hecho, no me extrañaría lo más mínimo que fuera la vencedora final de la gala de los Goya (su máximo contrincante es 'El 47', con 'Casa en llamas' y el resto muy descolgadas a estas alturas). No hay motivo por el que no deba ganar: no ofende a ninguna parte del espectro político actual, el público la adora, ha recaudado 8.200.000 euros y está en el punto medio exacto entre el cine de mero entretenimiento y el que busca algo más del espectador. Y, además, la directora es -según cuentan- una de las personas más increíbles y simpáticas de la industria española. Siendo honesto, me alegraría por la victoria de la película, porque se lo merece. Sí. Pero.
Siempre hay un "pero". Y es que, para mi gusto, la película se va al traste en su tercer acto por culpa de un guion que teme haber edulcorado demasiado a uno de los etarras protagonistas, Kepa, e introduce otro personaje nuevo al que decide no dar matiz alguno: es un malo tan malo que parece casi una parodia sacada de un cartoon infantil. Lo primero que sabemos de Sergio es que no quiere deshacerse de su pistola, odia a los gatos, es sucio, violento, machista y "solo confía en Txapote". No digo que haya que presentar a los miembros de ETA como un alegre grupo de pillastres, ni mucho menos, pero la dualidad del bien y el mal que 'La infiltrada' logra encapsular en Kepa acaba destruyéndose por completo. Y es una pena.
Fe de err... de etarras
Es imposible que no se te hiele la sangre al ver esa escena, tan dura como necesaria, en la que Kepa cuenta cómo cometió un atentado, deleitándose en los detalles, en el disparo, en el sadismo del momento. Pero 'La infiltrada' acierta de pleno al mostrarle también como la persona más allá del monstruo, el lobo vestido de oveja que es capaz de camelarse a una Arantxa que da el paso definitivo para dejar atrás a la Mónica que era unos años antes. Es etarra, pero baila tango. Ha matado, pero juega a la Game Boy. Es un asesino, pero se ríe viendo la tele.
La apreciación de los tonos de gris en un personaje que normalmente sería representado como un necio violento es lo que convierte a 'La infiltrada', al menos durante un tiempo, en algo más que un simple retrato de policías buenos y terroristas malos. Sin embargo, la llegada de Sergio, una caricatura de todos los malos que hemos visto en series de televisión a lo largo de los años (llega incluso a amenazar con cortar la cabeza a Sua, el gato, y tirarle a la basura, lo que en el cine de hoy en día es una villanía imperdonable) sin redención de ningún tipo. Es necesario que haga de la vida de Arantxa una pesadilla para que la trama avance hasta su inevitable final, pero al mismo tiempo hace que la película se metamorfosee en exactamente eso que quiere evitar ser durante la mayor parte de su metraje: más de lo mismo.
'La infiltrada' logra crear espectáculo de una pesadilla ficcionando una perspectiva que no habíamos visto tanto en el cine patrio, aprovechando para dar contemporáneos matices sobre igualdad de género. Solo que estos, como la gran mayoría de lo que quiere contar, acaba rematándolos con brocha gorda, subrayando, remarcando y dejando claro su punto de vista. Y en pleno 2025 es inevitable torcer un poco el morro pensando en que, aunque hubiera sido mucho menos comercial, podría haber sido más interesante si Arantxa estuviera indecisa sobre su apoyo o si su compañera de trabajo tuviera problemas reales debido al embarazo, una trama que, por cierto, más allá de un par de detalles, no va a ninguna parte. Y no es la única que se queda estancada a medida que pasa el metraje.
En 'La infiltrada', ningún personaje llega a evolucionar. Si acaso, se reafirman más en sus creencias, una y otra vez. Nadie reflexiona, cambia o varía, no hay un camino del héroe. Echevarría teme los matices y las dudas en una historia como esta, y con el clima político actual tiene sentido que así sea, pero es inevitable no pensar que quizá, poniéndole ese poco de picante que solo se insinúa, podría haber ido un par de pasos adelante y sobrepasar el umbral del "más de lo mismo". Un más de lo mismo, eso sí, fantásticamente realizado y cuya victoria en los Goya no molestaría a nadie. Porque sí, es una justa ganadora. Y quizá ahí, en el entendimiento mutuo aún a costa de dejar de lado la subversión, es donde, después de todo, radica su éxito incontestable.
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La noticia
Creo que 'La infiltrada' es tan buena que debería llevarse un montón de Goyas, pero no puede evitar, en el fondo, ser más de lo mismo
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Espinof
por
Randy Meeks
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