Oposiciones: no solo los jueces, no solo la entrada

La reciente propuesta de reforma de los procesos de acceso a la judicatura, aunque con medidas que pueden parecer correctas, es insuficiente: no va a solucionar todos los problemas que intenta corregir y olvida que es una cuestión más general, no solo de esa parte de la administración Acabo de hacer mudanza. Me prometí que aprovecharía para deshacerme de esos trastos inútiles que uno va acumulando, pero, luego, a la hora de la verdad, ahí se ha quedado la discografía completa de Siniestro Total en CD, ahora que ni siquiera tengo reproductor. Algo parecido pasa con nuestras administraciones y, en general, con nuestro entramado institucional. Se van acumulando trastos (notarios, registradores, colegios oficiales de médicos y abogados, el Senado,…) que quizás en otro siglo sirvieron para algo, pero que en algún momento se volvieron inútiles y, por una razón u otra, tenemos problemas para cambiarlos o simplemente deshacernos de ellos. El sistema de oposiciones como método de entrada a la Administración es uno de ellos, uno de esos trastos que están acumulando polvo. La cuestión ha vuelto a resurgir en estas semanas a raíz de la propuesta del gobierno de introducir cambios en la forma de selección de los jueces. No es la primera vez. De hecho, ya el año pasado se tomaron medidas en la misma dirección y, si nos remontamos más atrás, a 2007, el ministro Mariano Fernández Bermejo ya sugirió la necesidad de modificar el sistema para intentar atraer a más personas a la carrera judicial. Entonces la excusa era la falta de candidatos, aunque estaban latentes las mismas razones que se argumentan ahora. Pero la preocupación sobre este asunto va más allá de los jueces y es antigua, aunque rara vez transcienda de los círculos cerrados de la propia administración o de algunos académicos. A este respecto merece la pena destacar los trabajos de Manuel Bagüés analizando con datos todos los defectos en el diseño de las pruebas de acceso a distintos cuerpos de la Administración. Sus trabajos son “tan solo” de 2005, así que, dados los ritmos que a veces nos gastamos en el sector, se entiende que muchas de esas pruebas sigan adoleciendo de las mismas lacras que entonces, las de jueces a la cabeza. Y no se puede decir que en todo este tiempo no haya habido cambios en las distintas pruebas de acceso, pero, bien porque esos cambios se hacen sin la debida reflexión, bien porque son poco ambiciosos, bien porque al final son los propios cuerpos de funcionarios los que controlan los procesos (de nuevo los jueces, pero no solo ellos), incluso cosas tan básicas como que las pruebas sean anónimas, siguen, en la mayoría de los casos, sin corregirse. Cuando hablamos en general de oposiciones lo hacemos de una forma simplificada. Hay muchas y muy distintas, pero se pueden reducir todas a lo básico: es una prueba que da acceso a un puesto de trabajo. En esa prueba de lo que se trata es de elegir a los mejores candidatos en igualdad de oportunidades para todos ellos. El principal problema es que, sin demasiado análisis sobre si es razonable o no, estas pruebas se han ido haciendo cada vez más exigentes, sobre todo en los cuerpos más altos de la administración. No tanto exigentes en un sentido intelectual (no obligan a expresarse mejor ni a ser capaz de interpretar mejor las leyes o la economía), sino exigentes en tiempo de preparación. Esto aleja a muchos posibles candidatos que no tienen capacidad económica para estar varios años estudiando una oposición, con el agravante de que en una oposición el esfuerzo solo tiene rentabilidad si apruebas; si no, es un tiempo perdido, sin ningún tipo de recompensa, que además deja un agujero en tu trayectoria profesional que puede condicionar la posterior búsqueda de empleo. Todos los que tenemos algún tipo de relación con las oposiciones somos conscientes de este problema y, en este sentido, la propuesta de reforma intenta ponerle remedio. Pero no lo hace rebajando el coste de entrada, sino simplemente compensando ese coste a algunos candidatos. Lo lógico sería intentar reducir ese coste, que la preparación no fuera tan gravosa. Deberíamos aspirar a que cualquier licenciado en derecho con unos meses de preparación pudiese afrontar un examen de acceso a un cuerpo relacionado con su grado (juez, fiscal, abogado del Estado) o que un licenciado en económicas lo pudiera hacer con las oposiciones de economista del Estado. No hay que hacer complejo el acceso para hacer una buena selección. El ejemplo lo tenemos en el MIR. Es un caso de éxito desde (también aquí hay que decir “tan solo”) 1978. Es una sola prueba, tipo test (digo esto y ya veo las caras escandalizadas de jueces, abogados del Estado y otros altos cuerpos), que ha demostrado a lo largo del tiempo que selecciona muy bien (los que obtienen los mejores puestos suelen ser los que también han tenido mejores expedientes académicos). Por supuesto que se necesita un tiempo de preparació

Feb 7, 2025 - 07:55
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Oposiciones: no solo los jueces, no solo la entrada

Oposiciones: no solo los jueces, no solo la entrada

La reciente propuesta de reforma de los procesos de acceso a la judicatura, aunque con medidas que pueden parecer correctas, es insuficiente: no va a solucionar todos los problemas que intenta corregir y olvida que es una cuestión más general, no solo de esa parte de la administración

Acabo de hacer mudanza. Me prometí que aprovecharía para deshacerme de esos trastos inútiles que uno va acumulando, pero, luego, a la hora de la verdad, ahí se ha quedado la discografía completa de Siniestro Total en CD, ahora que ni siquiera tengo reproductor.

Algo parecido pasa con nuestras administraciones y, en general, con nuestro entramado institucional. Se van acumulando trastos (notarios, registradores, colegios oficiales de médicos y abogados, el Senado,…) que quizás en otro siglo sirvieron para algo, pero que en algún momento se volvieron inútiles y, por una razón u otra, tenemos problemas para cambiarlos o simplemente deshacernos de ellos. El sistema de oposiciones como método de entrada a la Administración es uno de ellos, uno de esos trastos que están acumulando polvo.

La cuestión ha vuelto a resurgir en estas semanas a raíz de la propuesta del gobierno de introducir cambios en la forma de selección de los jueces. No es la primera vez. De hecho, ya el año pasado se tomaron medidas en la misma dirección y, si nos remontamos más atrás, a 2007, el ministro Mariano Fernández Bermejo ya sugirió la necesidad de modificar el sistema para intentar atraer a más personas a la carrera judicial. Entonces la excusa era la falta de candidatos, aunque estaban latentes las mismas razones que se argumentan ahora.

Pero la preocupación sobre este asunto va más allá de los jueces y es antigua, aunque rara vez transcienda de los círculos cerrados de la propia administración o de algunos académicos. A este respecto merece la pena destacar los trabajos de Manuel Bagüés analizando con datos todos los defectos en el diseño de las pruebas de acceso a distintos cuerpos de la Administración. Sus trabajos son “tan solo” de 2005, así que, dados los ritmos que a veces nos gastamos en el sector, se entiende que muchas de esas pruebas sigan adoleciendo de las mismas lacras que entonces, las de jueces a la cabeza. Y no se puede decir que en todo este tiempo no haya habido cambios en las distintas pruebas de acceso, pero, bien porque esos cambios se hacen sin la debida reflexión, bien porque son poco ambiciosos, bien porque al final son los propios cuerpos de funcionarios los que controlan los procesos (de nuevo los jueces, pero no solo ellos), incluso cosas tan básicas como que las pruebas sean anónimas, siguen, en la mayoría de los casos, sin corregirse.

Cuando hablamos en general de oposiciones lo hacemos de una forma simplificada. Hay muchas y muy distintas, pero se pueden reducir todas a lo básico: es una prueba que da acceso a un puesto de trabajo. En esa prueba de lo que se trata es de elegir a los mejores candidatos en igualdad de oportunidades para todos ellos. El principal problema es que, sin demasiado análisis sobre si es razonable o no, estas pruebas se han ido haciendo cada vez más exigentes, sobre todo en los cuerpos más altos de la administración. No tanto exigentes en un sentido intelectual (no obligan a expresarse mejor ni a ser capaz de interpretar mejor las leyes o la economía), sino exigentes en tiempo de preparación. Esto aleja a muchos posibles candidatos que no tienen capacidad económica para estar varios años estudiando una oposición, con el agravante de que en una oposición el esfuerzo solo tiene rentabilidad si apruebas; si no, es un tiempo perdido, sin ningún tipo de recompensa, que además deja un agujero en tu trayectoria profesional que puede condicionar la posterior búsqueda de empleo.

Todos los que tenemos algún tipo de relación con las oposiciones somos conscientes de este problema y, en este sentido, la propuesta de reforma intenta ponerle remedio. Pero no lo hace rebajando el coste de entrada, sino simplemente compensando ese coste a algunos candidatos. Lo lógico sería intentar reducir ese coste, que la preparación no fuera tan gravosa. Deberíamos aspirar a que cualquier licenciado en derecho con unos meses de preparación pudiese afrontar un examen de acceso a un cuerpo relacionado con su grado (juez, fiscal, abogado del Estado) o que un licenciado en económicas lo pudiera hacer con las oposiciones de economista del Estado. No hay que hacer complejo el acceso para hacer una buena selección. El ejemplo lo tenemos en el MIR. Es un caso de éxito desde (también aquí hay que decir “tan solo”) 1978. Es una sola prueba, tipo test (digo esto y ya veo las caras escandalizadas de jueces, abogados del Estado y otros altos cuerpos), que ha demostrado a lo largo del tiempo que selecciona muy bien (los que obtienen los mejores puestos suelen ser los que también han tenido mejores expedientes académicos). Por supuesto que se necesita un tiempo de preparación (nadie lo duda), pero es incomparable con otros casos.

Pero no bastaría solo con simplificar el acceso. Habría que añadir un curso selectivo que durase dos o tres años y que sirviese para seleccionar a los que, habiendo superado el acceso, demostrasen en el trabajo diario que efectivamente son adecuados para trabajar en la Administración. Es muy ingenuo a estas alturas pensar que, tras un examen, sea de la dureza que sea, los que lo superan son los mejores para el puesto de trabajo. Tenemos tantas evidencias. Alguien puede recitar de memoria el código civil y ser incapaz de redactar una sentencia, lo mismo que se puede ser un experto en la teoría del comercio internacional y un inútil gestionando una oficina comercial. En algunas oposiciones existe formalmente ese curso, pero se pueden contar con los pulgares de las manos los que no lo han superado. Se trataría de introducir un proceso realmente selectivo, bueno para la propia Administración, pero también para aquellos que finalmente no lo superasen, que tendrían al menos la experiencia laboral, no habrían perdido el tiempo.

Tampoco se acaba ahí el problema. Como bien sugería recientemente Garbiñe Biurrun en estas mismas páginas, quizás lo que veamos en la superficie del sistema judicial no responda bien al conjunto. En ese conjunto hay más diversidad, más sentido común y menos sesgo ideológico. Un ejemplo de esto es la propia representación por géneros, plena de mujeres a la entrada y abrumadoramente llena de hombres en la cúpula. Eso ya no tiene que ver con el acceso. Eso tiene que ver con la forma que funcionan las cosas dentro de la administración, ni siquiera en los más altos niveles, en los que las decisiones son y deben ser políticas. No, mucho más abajo. No es quién nombra a los embajadores que, lógicamente, debe ser el poder político. El tema es cómo se seleccionan los cargos intermedios. En esos procesos, como suelen decir en el nombramiento de los directores de oficinas comerciales, los Rodríguez y los García solo pueden aspirar a lugares de tercer nivel; los de primer nivel está reservado a los “pata negra”. Todas estas decisiones, que no son primera plana de un periódico, también son el problema y eso no se va a solucionar tan solo dando becas.

El Gobierno debería aprovechar esta ocasión no solo para tratar de solucionar el problema de la judicatura, sino para darle una vuelta a la forma en que la Administración busca a sus trabajadores y cómo se organizan estos. Debería ser más ambicioso. Es difícil que lo haga porque los resultados nunca serían inmediatos. Pero no hacerlo es dejar que los trastos sigan acumulándose. Puede parecer que no molestan, pero quitan mucho sitio. Lo digo por experiencia. 

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