El director está por estar

Las dos personas normales acuden a un concierto vespertino de música clásica que promociona, para los colegios, la Diputación, pero al que puede ir cualquiera; sin pagar, naturalmente; lo que en la práctica significa que se juntan cuatrocientos niños, nueve o diez profesores (insuficientes a todas luces para controlarlos) y las dos personas normales. La primera persona normal dice: —¿Seguro que podíamos venir? —Aquí estamos, ¿no? —contesta con lógica imbatible la segunda persona normal. —No, si eso sí. Pero yo qué sé. —¿Qué creías? —Pues que era para todo el mundo. —Para todo el mundo es. —Pero son niños. —Y niñas. —Y da, claro, como corte... —A mí no me da corte ninguno. Aquí hay muy buena calefacción. —Pues míralos a ellos. No se quitan los abrigos. —Porque las madres no les dejarán, seguro. Si un niño se quita el abrigo, lo pierde sí o sí. —O una niña, ¿no? —O una niña, pero menos. Las niñas son más cuidadosas. Y maduran antes. Y saben hacer dos cosas a la vez. —¿Y no se comen el borde de la pizza? —Eso mismo. Un niño pelirrojo con aspecto de afrikáner descubre que conoce a otro niño quince filas más atrás. Le hace notar su presencia con gestos que ya habrían sido inequívocos sin necesidad de aullidos. El niño de atrás le devuelve el saludo con igual vehemencia y en la misma lengua. —Pues dices tú, pero llego a saberlo y me quedo. —¿Te quedas dónde? —Pues en casa. —Pero en casa no ves esto. —Para lo que hay ver... —¿No te gustan los conciertos? —Si son de Dyango, sí. O de la Raffaella Carrà. —Pero ¿tú has ido alguna vez a ver a la Carrà? —¿Yo? No. Pero habría ido. —Esto está mejor, ya lo verás. Aquí hay más músicos juntos. —Ya he visto las sillas, ya. —Aquí se te eleva el espíritu. Aquí suenan los violines y ya no puedes pensar bien. Y, cuando tocan todos a la vez, las trompetas y el bombo y las flautas y todo, y los platillos, se te pone el estómago del revés. —Pero ¿tú has venido a más conciertos? —Toma, claro. —Pero, ¿cuándo? ¿De joven? —Pues ayer. —¿Cómo ayer? ¿Y antes no? —No, claro. ¿Yo? Nunca. —¿Y vienes una vez nada más y ya hablas así? —Como lo tengo reciente... Mejor yo que alguien que esté aburrido de todo, ¿no? —¿Y no me dijiste nada? —¿De qué? —De venir contigo. Al concierto de ayer, digo. —Es que vine con el pequeño; creía que era un concierto normal. De un cantante normal, de los de levantar la ceja, o de los de tocar la guitarra. O de una chica espabilada. —¿Y no sabías que era de música clásica? —No, claro; si no, no vengo. Una niña recorre el pasillo central a la carrera, llorando desaforadamente y tratando de rehacerse una trenza, mientras una profesora se lanza tras ella con cara de estar sobrepasada. Un montón de niños da palmas, jaleándolas a las dos. —Pues dices tú, pero yo no veo normal que les pongan sillas de esas, como si estuvieran al sol. —¿Sillas de esas? —Sillas normales. De las plegables. De esas tengo en casa yo. —¿Y? —Y nada. Pero, si las tengo yo, que ni las uso, que las sacamos si vienen los suegros, que, si no, están en el cuarto de la plancha, muertas de risa están, pues ya me dirás tú si es normal ponérselas a músicos de esos. —¿Músicos de cuáles? —De los buenos, has dicho, ¿no? De los de tocar bien los violines. —Y la tuba. —Y la tuba. Normal que el director se quede de pie. —No sé si será por eso. —Por algo será. —Yo creo que es para que se le vea. —Y, si no se le ve, ¿qué? —Si no se le ve, no puede tocar nadie. —Ah, ¿no? ¿No pueden leer los papeles los músicos o qué? —Pues, ahora que lo dices... —El director está por estar, te lo digo yo. —O la directora. Se oye una bofetada. Todos miran. Un profesor joven se mira la mano con espanto, como si no creyera lo que acaba de hacer. El niño que acaba de recibir el bofetón, que mide más que él y debe de llevar en el colegio más años, lo consuela como puede. —El director —continúa la persona normal— está allí para vigilar, te lo digo yo. Para pasar lista. Para que lleguen todos a la hora y ya está. —Y para decir que vayan más rápido, ¿no? —O más lento; eso también. Pero, como la orquesta quiera ir rápido, ya me dirás tú qué hace el director. —Pues mover los brazos más despacio, ¿no? —Ya, pero, ¿y si no le hacen caso? —Pues no sé. Yo me pondría a moverlos rapidísimo, entonces. Para que parezca que es por mí. —Pues eso mismo hará él. —¿Y eso es todo lo que hace? —Eso y sudar. —¡Espera, que sale! El director, efectivamente, aparece en escena atusándose la media melena, con actitud solemne, paso envarado y gesto de haberse desayunado al rey de Siam. Al darse cuenta de que aún no ha salido nadie, vuelve a retirarse a toda prisa, azorado. —Pues no era directora. —Pues no.

Feb 6, 2025 - 17:21
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El director está por estar
Las dos personas normales acuden a un concierto vespertino de música clásica que promociona, para los colegios, la Diputación, pero al que puede ir cualquiera; sin pagar, naturalmente; lo que en la práctica significa que se juntan cuatrocientos niños, nueve o diez profesores (insuficientes a todas luces para controlarlos) y las dos personas normales. La primera persona normal dice: —¿Seguro que podíamos venir? —Aquí estamos, ¿no? —contesta con lógica imbatible la segunda persona normal. —No, si eso sí. Pero yo qué sé. —¿Qué creías? —Pues que era para todo el mundo. —Para todo el mundo es. —Pero son niños. —Y niñas. —Y da, claro, como corte... —A mí no me da corte ninguno. Aquí hay muy buena calefacción. —Pues míralos a ellos. No se quitan los abrigos. —Porque las madres no les dejarán, seguro. Si un niño se quita el abrigo, lo pierde sí o sí. —O una niña, ¿no? —O una niña, pero menos. Las niñas son más cuidadosas. Y maduran antes. Y saben hacer dos cosas a la vez. —¿Y no se comen el borde de la pizza? —Eso mismo. Un niño pelirrojo con aspecto de afrikáner descubre que conoce a otro niño quince filas más atrás. Le hace notar su presencia con gestos que ya habrían sido inequívocos sin necesidad de aullidos. El niño de atrás le devuelve el saludo con igual vehemencia y en la misma lengua. —Pues dices tú, pero llego a saberlo y me quedo. —¿Te quedas dónde? —Pues en casa. —Pero en casa no ves esto. —Para lo que hay ver... —¿No te gustan los conciertos? —Si son de Dyango, sí. O de la Raffaella Carrà. —Pero ¿tú has ido alguna vez a ver a la Carrà? —¿Yo? No. Pero habría ido. —Esto está mejor, ya lo verás. Aquí hay más músicos juntos. —Ya he visto las sillas, ya. —Aquí se te eleva el espíritu. Aquí suenan los violines y ya no puedes pensar bien. Y, cuando tocan todos a la vez, las trompetas y el bombo y las flautas y todo, y los platillos, se te pone el estómago del revés. —Pero ¿tú has venido a más conciertos? —Toma, claro. —Pero, ¿cuándo? ¿De joven? —Pues ayer. —¿Cómo ayer? ¿Y antes no? —No, claro. ¿Yo? Nunca. —¿Y vienes una vez nada más y ya hablas así? —Como lo tengo reciente... Mejor yo que alguien que esté aburrido de todo, ¿no? —¿Y no me dijiste nada? —¿De qué? —De venir contigo. Al concierto de ayer, digo. —Es que vine con el pequeño; creía que era un concierto normal. De un cantante normal, de los de levantar la ceja, o de los de tocar la guitarra. O de una chica espabilada. —¿Y no sabías que era de música clásica? —No, claro; si no, no vengo. Una niña recorre el pasillo central a la carrera, llorando desaforadamente y tratando de rehacerse una trenza, mientras una profesora se lanza tras ella con cara de estar sobrepasada. Un montón de niños da palmas, jaleándolas a las dos. —Pues dices tú, pero yo no veo normal que les pongan sillas de esas, como si estuvieran al sol. —¿Sillas de esas? —Sillas normales. De las plegables. De esas tengo en casa yo. —¿Y? —Y nada. Pero, si las tengo yo, que ni las uso, que las sacamos si vienen los suegros, que, si no, están en el cuarto de la plancha, muertas de risa están, pues ya me dirás tú si es normal ponérselas a músicos de esos. —¿Músicos de cuáles? —De los buenos, has dicho, ¿no? De los de tocar bien los violines. —Y la tuba. —Y la tuba. Normal que el director se quede de pie. —No sé si será por eso. —Por algo será. —Yo creo que es para que se le vea. —Y, si no se le ve, ¿qué? —Si no se le ve, no puede tocar nadie. —Ah, ¿no? ¿No pueden leer los papeles los músicos o qué? —Pues, ahora que lo dices... —El director está por estar, te lo digo yo. —O la directora. Se oye una bofetada. Todos miran. Un profesor joven se mira la mano con espanto, como si no creyera lo que acaba de hacer. El niño que acaba de recibir el bofetón, que mide más que él y debe de llevar en el colegio más años, lo consuela como puede. —El director —continúa la persona normal— está allí para vigilar, te lo digo yo. Para pasar lista. Para que lleguen todos a la hora y ya está. —Y para decir que vayan más rápido, ¿no? —O más lento; eso también. Pero, como la orquesta quiera ir rápido, ya me dirás tú qué hace el director. —Pues mover los brazos más despacio, ¿no? —Ya, pero, ¿y si no le hacen caso? —Pues no sé. Yo me pondría a moverlos rapidísimo, entonces. Para que parezca que es por mí. —Pues eso mismo hará él. —¿Y eso es todo lo que hace? —Eso y sudar. —¡Espera, que sale! El director, efectivamente, aparece en escena atusándose la media melena, con actitud solemne, paso envarado y gesto de haberse desayunado al rey de Siam. Al darse cuenta de que aún no ha salido nadie, vuelve a retirarse a toda prisa, azorado. —Pues no era directora. —Pues no.