Sobre el volcán
El volcán de Santorini nos recuerda que vivimos sobre un permanente volcán existencial.
Santorini hunde sus aletas de lava en el mar y se corona con cúpulas azules en miles, en millones de fotografías idénticas que se repiten en los móviles de los turistas que cada año visitan esta isla surgida y configurada por un volcán. Como todo lo que no vemos a diario, creemos que nada ocurre bajo la corteza de la tierra, y que las buganvillas domadas en grandes tiestos, los limoneros enanos y el olor a sombra de higuera formaron siempre parte de la isla, son la isla, el Mediterráneo expuesto para nosotros y nuestros recuerdos.
En esas fotos las calles se encuentran casi siempre vacías: ahora lo están de verdad. Las autoridades han pedido que se tomen precauciones, y dado que el riesgo de terremotos y el de un tsunami no se aleja, Santorini, paradójicamente, se parece ahora más a lo que han retratado, pintado e imaginado en las últimas décadas que a lo que realmente se veía en sus laderas de ensueño.
Vivimos sobre un permanente volcán, sobre masas ardientes que de vez en cuando silban en columnas de humo o gases, que estremecen la tierra, y cuya caldera estamos alimentando con un estupefacto silencio. Cada semana transcurre a una velocidad mayor, como si la realidad se apresurara en que olvidáramos lo que ayer resultaba esencial y nos anestesiara como sociedad, como individuos, con distintos tóxicos que nos convierten en multitudes vociferantes, en cobardes de uno en uno.
Nos han dado una pantallita con la que conectarnos con el mundo, con lo que nos dicen que es el mundo, expuesto para nosotros y nuestros recuerdos, y nos permiten quejarnos allí, muy alto, de manera anónima, si lo deseamos. Ahí queda todo, en ese espacio virtual donde nada importa porque nadie escucha, solo gritamos. Los unos contra los otros, polémicas artificiosas, malos modos impostados, órdagos gravísimos que se aplauden.
Y las pantallas no se apagan, y la tierra no deja de temblar.