La Argentina y el pasado como ilusión
Siempre vuelvo a las gigantografías de Eva Duarte de Perón que el kirchnerismo implantó en el antiguo edificio del ex Ministerio de Obras Públicas sobre la avenida 9 de Julio, esquina Belgrano. Cierta familiaridad con el Guevara majestuoso de la Plaza de la Revolución en La Habana les otorgan a las imponentes obras de Alejandro Marmo, y al gigante de hormigón que las alberga, cierto tinte luctuoso y nostálgico. Hay algo dramático que el hierro y el negro parecen expresar.No se trata, al menos en esta observación de carácter subjetivo, de revisar el papel –sin dudas preponderante– del peronismo y sus íconos en la historia nacional, sino de intentar una mirada que, para este columnista, indicaría cierta propensión a rememorar el pasado como amputación: un pasado que se añora y al que se desea volver. Y que no es propiedad exclusiva del justicialismo.En Duelo y melancolía, Sigmund Freud diferencia el duelo, que es la aceptación de la pérdida sufrida por una persona al morir el ser amado, de la melancolía, una patología que subsume al doliente en un estado de tristeza sin consuelo. El primero vive con la carga de la ausencia; el segundo se sumerge en la pena porque no logra aceptar la realidad que le ha tocado.¿Pueden melancolizarse los países? Es una pregunta difícil de responder. Sin embargo, hay algunos datos de la Argentina reciente que conviene tener en cuenta. La retórica kirchnerista hizo de la reinterpretación histórica uso y abuso. Prometía, en cierta forma, una feliz regresión. La utopía estaba atrás. No ayudó a cicatrizar los trágicos acontecimientos de los 70, sino que se encargó de dibujarlos. Estimuló la sensibilidad de las familias de las víctimas de la represión ilegal ofreciéndoles una narración complaciente y maniquea. Sobreactuó hasta tal punto una causa ajena –ni Néstor ni Cristina Kirchner tenían antecedentes en la defensa de los derechos humanos– que todo fue desmesura y glorificación. Pasado incontaminado e intocable. Banalidad del mal y banalidad del bien en beneficio de un proyecto de perpetuación. Exactamente lo contrario de lo que recomendaba el filósofo Zvetan Todorov, quien visitó la Argentina en 2010. Al recorrer las instalaciones del Parque de la Memoria, en la Costanera Norte, el ensayista búlgaro-francés se sorprendió al comprobar que en las listas de las personas homenajeadas se habían omitido datos biográficos fundamentales: en ningún caso figuraba a qué organización habían pertenecido, cómo murieron (¿fueron desaparecidos?, ¿cayeron en combate?, ¿qué ideales tenían?). Todorov explicó entonces que esas omisiones, lejos de enaltecer a los recordados, eran una forma de fraguar o maquillar sus verdaderas historias. Le pareció una mala manera de procesar un pasado que, más temprano que tarde, podría volver, porque las lecturas antojadizas siempre dejan lugar a nuevas revisiones o imitaciones. Aunque el dolor por las vidas truncadas jamás terminaría de cerrar, una lectura lo más cercana posible a lo que realmente ocurrió ayudaría –opinaba– a evitar posibles reiteraciones. El proyecto de poder ensayado por el matrimonio venido desde el sur no puede, sin embargo, cargarse solo a la cuenta de sus ambiciosos líderes. Desde aquel escaso 22 por ciento que el exgobernador de Santa Cruz obtuvo en su primera prueba electoral nacional, durante el sombrío 2003 (luego de la hecatombe del sistema político ocurrida el año anterior y de la renuncia de Carlos Menem a la segunda vuelta electoral), siguieron varias pruebas de aceptación popular expresadas en comicios incuestionables: existió una porción mayoritaria del electorado para la cual el país podía –o debía– insistir en ese “modelo nacional y popular” con tintes regresivos. La opción preferencial por lo retro soportó, incluso, una interrupción fallida: el gobierno de Mauricio Macri, entre 2015 y 2019, ensayó un discurso modernista, pero la población no pareció dispuesta a sostenerlo, y una extraña maniobra distractora (populismo “de buenos modales”), condensada en la fórmula Fernández-Fernández, que terminó como terminó, colmando la paciencia ciudadana y dando lugar a la fuga menos imaginada, en diciembre de 2023: del anticuario nacional regresivo al anarcocapitalismo libertario. Sin escalas. Volvieron, entonces, como lo había advertido Todorov, las especulaciones sobre una revisión –otra vez, arbitraria y parcial– de lo ocurrido en los tiempos de plomo. ¿Relato mata relato?La pulsión entre pasado y futuro siempre adquiere en la Argentina ribetes dramáticos. La revolución es un sueño recurrente. Cada tanto hay que tirar un país por la ventana para armar otro desde cero: caen los paradigmas y la ola se lleva puestos muchos de los valores que podrían haber convivido en una transformación meditada y, sobre todo, debatida. Los modelos políticos no cambian, estallan. Lo viejo envejece de golpe y lo nuevo irrumpe como un huracán devastador. Todo o nada. La aparición de “El león”, con sus certeros tarascones a “la casta” y su destreza en el uso de
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Siempre vuelvo a las gigantografías de Eva Duarte de Perón que el kirchnerismo implantó en el antiguo edificio del ex Ministerio de Obras Públicas sobre la avenida 9 de Julio, esquina Belgrano. Cierta familiaridad con el Guevara majestuoso de la Plaza de la Revolución en La Habana les otorgan a las imponentes obras de Alejandro Marmo, y al gigante de hormigón que las alberga, cierto tinte luctuoso y nostálgico. Hay algo dramático que el hierro y el negro parecen expresar.
No se trata, al menos en esta observación de carácter subjetivo, de revisar el papel –sin dudas preponderante– del peronismo y sus íconos en la historia nacional, sino de intentar una mirada que, para este columnista, indicaría cierta propensión a rememorar el pasado como amputación: un pasado que se añora y al que se desea volver. Y que no es propiedad exclusiva del justicialismo.
En Duelo y melancolía, Sigmund Freud diferencia el duelo, que es la aceptación de la pérdida sufrida por una persona al morir el ser amado, de la melancolía, una patología que subsume al doliente en un estado de tristeza sin consuelo. El primero vive con la carga de la ausencia; el segundo se sumerge en la pena porque no logra aceptar la realidad que le ha tocado.
¿Pueden melancolizarse los países? Es una pregunta difícil de responder. Sin embargo, hay algunos datos de la Argentina reciente que conviene tener en cuenta.
La retórica kirchnerista hizo de la reinterpretación histórica uso y abuso. Prometía, en cierta forma, una feliz regresión. La utopía estaba atrás. No ayudó a cicatrizar los trágicos acontecimientos de los 70, sino que se encargó de dibujarlos. Estimuló la sensibilidad de las familias de las víctimas de la represión ilegal ofreciéndoles una narración complaciente y maniquea. Sobreactuó hasta tal punto una causa ajena –ni Néstor ni Cristina Kirchner tenían antecedentes en la defensa de los derechos humanos– que todo fue desmesura y glorificación. Pasado incontaminado e intocable. Banalidad del mal y banalidad del bien en beneficio de un proyecto de perpetuación.
Exactamente lo contrario de lo que recomendaba el filósofo Zvetan Todorov, quien visitó la Argentina en 2010. Al recorrer las instalaciones del Parque de la Memoria, en la Costanera Norte, el ensayista búlgaro-francés se sorprendió al comprobar que en las listas de las personas homenajeadas se habían omitido datos biográficos fundamentales: en ningún caso figuraba a qué organización habían pertenecido, cómo murieron (¿fueron desaparecidos?, ¿cayeron en combate?, ¿qué ideales tenían?). Todorov explicó entonces que esas omisiones, lejos de enaltecer a los recordados, eran una forma de fraguar o maquillar sus verdaderas historias. Le pareció una mala manera de procesar un pasado que, más temprano que tarde, podría volver, porque las lecturas antojadizas siempre dejan lugar a nuevas revisiones o imitaciones. Aunque el dolor por las vidas truncadas jamás terminaría de cerrar, una lectura lo más cercana posible a lo que realmente ocurrió ayudaría –opinaba– a evitar posibles reiteraciones.
El proyecto de poder ensayado por el matrimonio venido desde el sur no puede, sin embargo, cargarse solo a la cuenta de sus ambiciosos líderes. Desde aquel escaso 22 por ciento que el exgobernador de Santa Cruz obtuvo en su primera prueba electoral nacional, durante el sombrío 2003 (luego de la hecatombe del sistema político ocurrida el año anterior y de la renuncia de Carlos Menem a la segunda vuelta electoral), siguieron varias pruebas de aceptación popular expresadas en comicios incuestionables: existió una porción mayoritaria del electorado para la cual el país podía –o debía– insistir en ese “modelo nacional y popular” con tintes regresivos. La opción preferencial por lo retro soportó, incluso, una interrupción fallida: el gobierno de Mauricio Macri, entre 2015 y 2019, ensayó un discurso modernista, pero la población no pareció dispuesta a sostenerlo, y una extraña maniobra distractora (populismo “de buenos modales”), condensada en la fórmula Fernández-Fernández, que terminó como terminó, colmando la paciencia ciudadana y dando lugar a la fuga menos imaginada, en diciembre de 2023: del anticuario nacional regresivo al anarcocapitalismo libertario. Sin escalas. Volvieron, entonces, como lo había advertido Todorov, las especulaciones sobre una revisión –otra vez, arbitraria y parcial– de lo ocurrido en los tiempos de plomo. ¿Relato mata relato?
La pulsión entre pasado y futuro siempre adquiere en la Argentina ribetes dramáticos. La revolución es un sueño recurrente. Cada tanto hay que tirar un país por la ventana para armar otro desde cero: caen los paradigmas y la ola se lleva puestos muchos de los valores que podrían haber convivido en una transformación meditada y, sobre todo, debatida. Los modelos políticos no cambian, estallan. Lo viejo envejece de golpe y lo nuevo irrumpe como un huracán devastador. Todo o nada.
La aparición de “El león”, con sus certeros tarascones a “la casta” y su destreza en el uso de las redes sociales, impulsó la estigmatización de los partidos tradicionales y empujó a sus dirigentes –sin contemplaciones ni excepciones– a la papelera de reciclaje. La política tradicional, anquilosada por tantos años de debates forzados sobre “el modelo nacional y popular” –rémoras de un supuesto paraíso perdido–, entró en estado de perplejidad. Incluso, todavía, a más de un año de la sorpresa libertaria, la parálisis parecería continuar.
“¡No sabía que el mundo estaba tan globalizado!”, dijo alguna vez Eduardo Duhalde, luego de una gira por Europa. La sincera y provinciana apreciación del expresidente parece repetirse hoy, cuando muchos políticos descubren –recién ahora– una modernidad que ya ni siquiera es tan moderna. Y no saben qué hacer con ese hallazgo.
Quizá por eso la primera reacción que tuvo el viejo peronismo ante el palazo recibido en las urnas fue imaginar una rápida frustración ciudadana, que un nuevo desencanto volviera a colocar las cosas en “su lugar”. “Para abril o para mayo”, pronosticó el amigo y comodante de Alberto Fernández José “Pepe” Albistur, el año pasado desde una reposera en un balneario de Pinamar. Solo había que esperar que la Argentina retornara a lo conocido, que el malentendido se corrigiera, para que los experimentados tripulantes del poder retornaran a sus puestos de siempre. Una vez más, el pasado como ilusión.
Que buena parte de la dirigencia partidaria no haya visto venir la ola de cambios sociales que se estaban gestando en la población habla de su desapego de la realidad. Que una parte de ella siga esperando que Milei vuele por el aire es una triste demostración de anacronismo.
Quizá resulte un tanto arbitrario asociar la iconografía de una época con los temperamentos reinantes en ese período histórico. Es posible que el tamaño y la potencia de las Evitas de la 9 de Julio resuman solo la densidad de un sentimiento arraigado en muchos argentinos. El pasado, si se aquilata en experiencia, puede ser inspirador. Sin embargo, convertido en paradigma, es pura melancolía. Y requiere un tratamiento adecuado. Esperemos que a nadie se le ocurra que demoliendo monumentos abrazaremos la modernidad postergada. Los tiempos no cambian derribando obras de arte. Los tiempos cambian cuando las sociedades están preparadas para forjar su futuro. Cuando, al decir de Machado, “al volver la vista atrás /se ve la senda que nunca/ se ha de volver a pisar”.ß
Periodista. Miembro del Club Político Argentino