Marilyn, su muerte junto al tigre, por Ignacio Carrión
Con motivo del XXV aniversario de la muerte de Marilyn Monroe, en 1987 Ignacio Carrión recorrió, en un viaje de costa a costa de Estados Unidos, los lugares emblemáticos de la vida de la actriz. Ese periplo fue reflejado en siete entregas publicadas por Diario 16 bajo el lema «Buscando a Marilyn», ejemplar muestra de periodismo... Leer más La entrada Marilyn, su muerte junto al tigre, por Ignacio Carrión aparece primero en Zenda.
Con motivo del XXV aniversario de la muerte de Marilyn Monroe, en 1987 Ignacio Carrión recorrió, en un viaje de costa a costa de Estados Unidos, los lugares emblemáticos de la vida de la actriz. Ese periplo fue reflejado en siete entregas publicadas por Diario 16 bajo el lema «Buscando a Marilyn», ejemplar muestra de periodismo y literatura. Aquí se reproduce el último capítulo de la serie dedicado a su muerte. Sección coordinada por Juan Carlos Laviana.
Como era su costumbre, Marilyn llegó tarde a la cita. Buscó a Truman Capote en las últimas filas de la capilla ardiente. Alguien hablaba de la muerte: «Constance Collier no sólo fue una gran actriz, que hemos perdido a los setenta y cinco años; sino también una excepcional criatura adornada con todas las virtudes humanas y artísticas».
La idea de Truman Capote era entrevistar a Marilyn en este escenario, con el cadáver inglés de Constance Collier casi a la vista. Eso daba un buen toque.
Para el autor de A sangre fría, Marilyn era eso: una preciosa niña vulnerable y enigmática que bailaba desnuda y temblaba ante el mundo. La adoraba como a un ángel, ya que sus inclinaciones homosexuales no le permitían ir más allá. Y veía en ella algo así como el símbolo doloroso del placer.
Era el 28 de abril de 1955. Empezaron a charlar. Recordaron que se habían conocido cinco años antes cuando ella rodaba La jungla de asfalto. Marilyn se llevó a Capote a la suite de un hotel en Nueva York. Le dijo:
—¿Quieres verme bailar desnuda tú solo?
Y le bailó desnuda, a él solo. Fue una danza sin objeto que hizo sollozar a Truman Capote. Luego se tragó la lágrima y escribió aquello: «¿Marilyn? Oh, sí. Tan pronto es un ser etéreo como una cocinera».
Pero a ella le encantaba enseñar su cuerpo. Mirar su cuerpo y devorarlo ante el espejo:
—Me gusta bailar desnuda ante el espejo y ver cómo me dan saltos las tetas —le dijo a Capote en esta entrevista.
También hablaron de los funerales. Los odiaba. Y tampoco aguantaba la presencia de un cadáver. Menos mal que el día de su muerte no tendría que asistir al entierro. Una ventaja. Te mueres y no tienes por qué verte muerto.
—No quiero que me hagan un funeral. Sólo quiero que le den las cenizas a mi hijo, si es que un día tengo un hijo, para que él las arroje al viento.
***
Ahora estoy en el cementerio de Glendon y el tráfico de Los Ángeles ruge con la ferocidad de un lunes. Es un cementerio pequeño que disimula su condición. Aparenta ser un jardín de vecinos millonarios. Un pedazo de césped muy verde a los pies de los altos edificios de las multinacionales. El panteón de la familia Hammer, por ejemplo, recuerda la caseta de un perro debajo del rascacielos que parece una fábrica necesitada de guardián. Y algunas lápidas son menos llamativas que cualquier anuncio de valla.
Aquí reposa Marilyn, tal vez danzando con los gusanos del esqueleto, gordos y saludables, después de haberse comido sus pechos. Encima de ella no hay nadie. A un lado, el izquierdo, tampoco. Sólo debajo está el nombre de una tal Geneviéve desde 1964.
Pero casi todos los días recibe visitas. En este momento llega un muchacho con una flor. Se acerca a la lápida y la besa. Marilyn pidió que nunca la enterraran en la tierra. Eso la horrorizaba. Un poco en alto, sí. En un nicho en la pared. Como también está, no muy lejos, el hombre que más daño le hizo: Peter Lawford, cuñado de los Kennedy. Y el famoso batería Buddy Rich. En cierto modo todos son famosos y recordados.
Este muchacho que ha venido con la flor no quiere hablar. Mueve la cabeza rehusando responder. Luego reza de rodillas. Acaricia la piedra y se marcha.
Pero hay otro que asegura que es el único hijo de Marilyn. Uno que dicen tuvo siendo muy joven. No todo iban a ser abortos. El joven jamás llegará a probarlo. Tampoco le importa demasiado.
—Suele aparecer por aquí cuando menos se le espera, trae un gran ramo de flores y lo deposita en el suelo. Deja una nota, con letra temblorosa que dice «tu hijo te ama», y se va.
—¿Será un loco?
—No creo —contesta un empleado del cementerio—, pero nunca se sabe. Otros sí que están locos. Son los que llevan pedazos de su lápida a escondidas.
Marilyn hizo subir el precio de los nichos lindantes con el suyo. Hay uno que se puso a la venta por 25.000 dólares y se lo quedaron enseguida. Nadie podía decir quién lo compró. Tal vez fue Joe DiMaggio, el segundo y más fiel de todos sus maridos.
DiMaggio reclamó el cadáver de Marilyn. Si él no lo hubiera hecho, el cuerpo de la sex symbol se lo habrían quedado en el depósito, para experimentos de los estudiantes de medicina. La madre de Marilyn seguía encerrada en el manicomio. No estaba en condiciones de reclamar nada a nadie. Y los otros esposos, ¿en qué pensaban? ¿En la frase-homenaje para el comentario necrológico?
Cada cual dijo una cosa.
—Lo siento, rezaré por ella —exclamó Jim Dougherty.
—Tenía que pasar. Cuándo, o cómo, no lo sé. Pero tenía que acabar así —suspiró el profético Arthur Miller.
—Mala pata —musitó Bob Kennedy poco antes de reunir al Congreso en Washington para un debate sobre el abuso de las drogas.
El único que actuó fue DiMaggio. Cuando le dieron la noticia subió al avión. Vino a Los Ángeles. Organizó las cosas. Se ocupó del funeral. Elaboró la lista de invitados. Una lista restringida. Dijo:
—Que ninguno de esos malditos Kennedy se presente por aquí.
Tampoco permitió la presencia de Frank Sinatra. Ni la de Peter Lawford.
—Si no llega a ser por esos amigos, ella aún estaría con vida —les acuso.
Luego tuvo que ocultar su rostro. El rostro descompuesto del último héroe americano, DiMaggio, sacudido por muecas de dolor, arrasado por las lágrimas. Lágrimas de tristeza y de rabia, de amor y de celos. Aquellos terribles celos que dificultaron tanto su vida con Marilyn.
DiMaggio preguntó por un buen florista. Le dijeron que el tipo de Sunset Boulevard, un tal Louis Alhanati, era el mejor.
«Entonces se presentó en mi negocio —recuerda ahora este hombre que ya cumplió los sesenta años— y me dijo que preparase una gran corona con forma de corazón, toda de rosas rojas. De las más caras. Y que luego me ocupara de ponerle tres veces por semana seis rosas también rojas, de Bacará, en la tumba. Le hemos puesto ya 18.720 rosas, exactamente. Hasta que hace dos años nos quitó la orden. Dijo que ese dinero lo iba a dar a un hospital de niños».
***
En este lugar es fácil reconstruir los hechos e imaginar la escena. El funeral se celebró el 8 de agosto, tres días después de la muerte de Marilyn. Era el año 1962. Nadie esperaba esa muerte, pero tampoco le extrañó a nadie, aunque muchos todavía creen que ha sido como un sueño.
La noche del 4 de agosto, Marilyn telefoneó a su íntima amiga, la actriz Jeanne Carmen, para decirle que estaba recibiendo llamadas, ininterrumpidamente, de una mujer que la amenazaba. Esa desconocida la insultaba. Colgaba. Volvía a telefonear y no había forma de poder dormir.
—Por favor, Jeanne, ven a mi casa y trae comprimidos y beberemos juntas, como otras veces. Lo necesito. No me siento bien. Estas llamadas son terribles.
—¿Qué dice esa mujer que llama?
—Lo mismo una y otra vez. Me insulta. Y me dice: «Deja estar a Bob Kennedy, déjalo, puta, olvídate de él».
Era agotador. La amiga lo comprendía. Pero no tenía ganas de volver otra noche a lo de siempre: barbitúricos, alcohol y esa inconsciencia tan conocida y angustiosa. Dijo que no. No podía ir.
Marilyn tenía miedo. Le pesaba la soledad. Sábado noche y una mujer como ella totalmente sola. Esperando a Bob, que ya no quería verla. Que se quería desentender. Deshacerse de ella. Dejarla caer. Como los otros. Como todos. Usaban a Marilyn y luego la dejaban caer.
Además pasaron cosas raras. Ese mismo día alguien había enviado un regalo extraño. Un tigre de felpa. Sin nombre del remitente. Llegó el paquete. Lo abrió. Un tigre de felpa. ¿Quién y por qué le enviaba eso a ella? ¿Qué significado tenía?
Cualquier cosa atormentaba a Marilyn. Siguió haciendo llamadas telefónicas. Luego desaparecerían las pruebas de esas llamadas. Y otras pruebas. Llamó, entre otros, a Bob Kennedy. La víspera mantuvo una conversación con el Ministerio de Justicia. Pero una secretaria le dijo de nuevo que el señor ministro no estaba. No podía entenderla. Era mejor que no volviera a intentarlo.
A las tres de la madrugada, el doctor Greenson se levantó agitado. Sonaba el teléfono. Era Marilyn. ¿Otra vez? Ya había estado más de una hora aquella misma tarde. La había animado. Incluso Marilyn, que estaba invitada a cenar en casa de los Lawford, le prometió que acudiría a la cena. Y ahora resultaba que no. Que las cosas iban mal.
La llamada la había hecho la secretaría de Marilyn, una mujer de muy dudosa fidelidad. Tal vez la intimidaron entre todos esos poderosos que visitaban a la señora: los Kennedy, el cuñado de éstos, Sinatra, los médicos, el abogado.
El doctor Greenson llegó al cabo de cinco minutos a la casa de Marilyn, la nueva casa. La sirvienta le dijo que notaba algo sospechoso: la luz encendida tantas horas, hasta tarde, y ese hilo del teléfono por debajo de la puerta, atravesando el pasillo hacia el salón.
La puerta de la habitación, como temió el médico, estaba cerrada con llave. Dieron un rodeo. Con un martillo, Greenson rompió el cristal de la ventana. Así pudo colarse por allí ver lo que pasaba.
Ya no pasaba nada. El cuerpo desnudo de Marilyn esta atravesado sobre la cama: «La cara boca abajo, con el auricular del teléfono en una mano, la postura de una persona que intenta hacer una llamada y no puede…».
***
Pero, ¿quiso hacer esa llamada o fue alguien quien colocó el auricular para simular otra cosa? ¿Fueron Bob Kennedy y Peter Lawford esa misma noche a visitarla?
Tal vez nunca se esclarecerá la verdad. El FBI retiene documentos sobre el caso. Ni la primera ni la segunda —y final— investigación realizadas dieron resultados. El carpetazo parece que interesó a todos, de momento.
No obstante, hay sobrados indicios para sospechar que Peter Lawford, acuciado por Marilyn aquella misma noche, se pusiera en contacto con Bob Kennedy. Su cuñado estaba en San Francisco. Y eso debió de suceder alrededor de la diez de la noche, y no más tarde.
Marilyn estaba confusa y fuertemente drogada. Su desesperación alarmó a Lawford, quien alertó a Bob Kennedy. Temeroso de lo peor, tal vez también compasivo con Marilyn, el ministro de Justicia y hermano del presidente, voló en helicóptero hasta la casa de Lawford, extremo que ratificarían los vecinos de éste que el efecto del aire del «dichoso helicóptero de Kennedy que, como otras veces, nos metía arena en nuestras piscinas». Allí, Bob y Peter irían juntos a resolver el problema de Marilyn.
Un automóvil los llevó hasta su vivienda. Entraron. La encontraron muy mal, pero con vida. No se podía perder un minuto. Llamaron a una ambulancia (otras veces esa misma ambulancia había realizado ese trayecto para «resucitar» a Marilyn) y, urgentemente, la llevaron al hospital de Santa Mónica. Al entrar en el hospital, Marilyn había muerto.
Entonces había que desandar el camino. Totalmente. Y no dejar pruebas. Había que devolver a Marilyn a su casa. A su habitación. A su lecho. Con sus frascos de barbitúricos (de uno faltaban más de veinte comprimidos de Nembutal, cantidad suficiente para hacer caer a un elefante) y marcharse por donde habían venido. Otra cosa era una temeridad. ¿Qué demonios hacía allí, con la Monroe, el ministro de Justicia? ¿Cómo podría explicarse algo así a la opinión pública?
Un detective contratado por Peter Lawford acudiría al lugar a quitar huellas y cualquier documento comprometedor. El cuaderno de notas de Marilyn desapareció. Su agenda de teléfonos también. Dejaron lo que había que dejar, lo que cuando llegara la policía horas después revelara la verdadera naturaleza de esta muerte: el suicidio.
Si Marilyn dejó una nota explicando algo, o no dejó absolutamente nada más que el gesto desesperado y patético de su mano aprisionando el auricular del teléfono, es un punto indescifrable. Se ha probado que un detective visitó por encargo la casa de la difunta. Que la ambulancia fue avisada aquella noche y realizó un servicio. Pero nada más. Nadie podría acusar al titular del departamento de Justicia de mantener una relación adultera con la actriz, muerta prácticamente en sus brazos.
***
Las puertas del depósito se cerraron para que la prensa se diera con ellas en las narices. Un fotógrafo de la revista Life encontró, no obstante, la ranura por la que colarse con varias botellas de whisky.
El fotógrafo hizo un buen trabajo. Pudo incluso hartarse del tema. Pudo ofrecer al público la imagen curiosa y nunca vista de un dedo del pie de Marilyn saliendo de la sábana que cubría su cuerpo, con la etiqueta de identificación.
Al día siguiente, la policía cortó el acceso a la casa de la famosa muerta. Miraban cada objeto y cada detalle con mucha atención. Allí, en el centro del jardín y no lejos de la piscina, estaba reventado el tigre de felpa.
Sir Laurence Olivier resumió horas más tarde ¿la tragedia tan absurda y vergonzosa de Marilyn?
—Señor, ¿puede decirnos qué le parece todo esto?
El actor iba sin máscara. Era el hombre quien hablaba. Dijo:
—Marilyn fue explotada más allá de lo imaginable.
LA HIPÓTESIS DEL ASESINATO
¿Fue asesinada Marilyn? La pregunta sigue siendo válida al cabo de un cuarto de siglo de su muerte, de investigaciones sobre las circunstancias que la rodearon, y los esfuerzos que tanto el FBI como la familia Kennedy hicieron para ocultar sospechosas implicaciones.
Toda clase de teorías, algunas absolutamente fantásticas, se sucedieron a lo largo de los años. Desde la que apunta al homicidio tal vez perpetrado por la mafia para castigar a Bob Kennedy, hasta las insinuaciones de que ese crimen pudo cometerse con la aquiescencia del poder más alto del país, en manos entonces de John F. Kennedy.
El hecho es que Marilyn empezaba a resultar una molestia comprometedora para los hermanos que, a escondidas, mantuvieron relaciones sexuales con ella. Cuando Marilyn, deprimida y sin lugar a dudas inclinada a la autodestrucción, cayó en una fase final de sobredosis de droga y alcohol, sus indiscreciones eran galopantes y peligrosas. La mafia grabó, además, encuentros amorosos con el presidente y, posteriormente, con el titular de Justicia, su hermano Bob. Eran armas poderosas de chantaje contra los Kennedy, empeñados en golpear a esa mafia encabezada por Jimmy Hoffa, uno de los más feroces enemigos del presidente de los Estados Unidos.
A todos beneficiaba, en cierto modo y en determinado momento —el de su muerte—, la desaparición de Marilyn. Nadie hizo nada por esclarecer los hechos sino, más bien, lo contrario.
La teoría de que Marilyn fue inducida al suicidio es verosímil. De los quince frascos de drogas encontrados en su domicilio (todos ellos en la mesita de noche) sólo ocho figuran relacionados en los informes toxicológicos. La autopsia reveló imperfecciones escandalosas. Expertos británicos consultados recientemente volvieron a señalar las omisiones inexplicables de aquella autopsia que, por ejemplo, pasó por alto los análisis de duodeno, donde pudo haberse detectado el posible envenenamiento de la actriz.
El hecho de que no se hallara un vaso de agua cerca de las píldoras ha hecho sospechar también que alguien se ocupó de suministrarle a Marilyn la dosis mortal de barbitúricos. Y que incluso ésta pudo habérsele introducido por medio de un enema por vía rectal.
El forense Thomas Noguchi pasará a la historia como un profesional mediocre, si no malintencionado.
«Su corazón pesa trescientos gramos —se lee en el informe de esta autopsia—, el pulmón derecho pesa cuatrocientos sesenta y cinco gramos y el izquierdo cuatrocientos veinte». Sus riñones eran normales, con un peso de trescientos cincuenta gramos en total. «El útero presenta un tamaño normal». Y el cerebro, ese cerebro que tanto atormentó a la desdichada Marilyn, 1.440 gramos.
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Artículo publicado en Diario 16 el 25 de julio de 1987. La serie completa «Buscando a Marilyn» fue recogida el año 2008 en un volumen por la editorial Rey Lear.
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