La trampa del ratón: terror decepcionante y sin sentido
El recurso de convertir a un ícono de la cultura popular en psicópata homicida llega a pésimo puerto en este film canadiense lleno de recursos banales y desaprovechados
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La trampa del ratón (The Mouse Trap, Canada/2024). Dirección: Jamie Bailey. Guion: Simon Phillips. Fotografía: Jamie Bailey. Música: Darren Morze. Edición: Jamie Bailey. Elenco: Sophie McIntosh, Madeline Kelman, Ben Harris, Callum Sywyk, Mireille Gagné, James Laurin, Simon Phillips. Duración: 80 minutos. Calificación: apta para mayores de 16 años. Distribuidora: Terrorífico Films. Nuestra opinión: mala.
Con el paso a “dominio público” de películas o personajes conocidos nació la moda -por parte de directores, en su mayoría mediocres y faltos de ideas-, de convertir a íconos de la cultura popular infantil en psicópatas homicidas. Este morbo de y para adolescentes se ha mostrado especialmente interesado en la factoría Disney. Ya pasó en dos ocasiones con Winnie The Pooh, otras tantas con Cenicienta, y ahora le toca el turno al ratón Mickey.
El recurso no está mal per se, incluso puede llevar a alguna idea más o menos simpática (como pasaba con las motivaciones sanguinarias de Pooh); claro que también se puede caer en el más absoluto sinsentido, como es el caso de La trampa del ratón.
La trama de este film -generosa denominación para lo que se verá durante una hora y media- se centra en la historia de Alex (Sophie McIntosh), una chica que tiene que hacer horas extra en el salón de juegos donde trabaja, por una reserva misteriosa de último momento. Su fastidio se calma un poco cuando descubre que quienes reservaron, son sus amigos de toda la vida, con la excusa de celebrar su cumpleaños 21 allí, como acostumbraban de chiquitos.
Y luego, lo esperable: el grupo cliché de adolescentes muy pronto descubre que está encerrado en el lugar, y a merced de un hombre que, con máscara de Mickey, tiene la intención de matarlos uno a uno. ¿Con qué móvil, motivo u obsesión? Nadie se toma la molestia de aclararlo. Lo que resta se circunscribe a una serie de corridas, limitadas por las pocas habitaciones del lugar, sumado a una gran cantidad de recursos banales y, aún así, desaprovechados.
Sin embargo, y aunque así lo parezca, lo peor de La trampa del ratón no es la falta de imaginación ni la sumatoria de lugares comunes en cada tramo de su relato. Lo peor es que ni siquiera en su absurdo intenta mostrar algo de coherencia. Vaya uno de los muchos ejemplos: el asesino no solo deambula, sino que además puede teletransportarse, un capricho del guion que en ningún momento se explica. ¿Se aprovecha la idea para generar suspenso? No, queda como un apunte más que aparece erráticamente. Otro sinsentido: el punto débil del psicópata enmascarado es apuntarle a la cara con una luz intermitente; por lo tanto, una linternita de mano, se convierte en la mejor arma para frenar, aunque sea por un rato, su avidez por la sangre ajena. Muy divertido para un ejercicio de escuela de cine, con buena voluntad hasta podría llegar a fan film, de esos pensados para YouTube. Pero a un largometraje, ni por asomo.
El resultado es tan decepcionante que hace ver a la saga de Winnie The Pooh como obras maestras del terror moderno. Mientras uno mira este flaco favor que se le ha hecho al vapuleado género slasher, se imagina que su génesis nació de una charla del tipo: “El año que viene se vencen los derechos del corto de Mickey, Steamboat Willie. Hagamos algo con eso. ¿Qué? No sé, vamos viendo”.
Y puede haber más: porque al igual que en la ficción, cuando parece que el peligro de hacer productos como este pasó, todo vuelve a comenzar. Ya se habla de un crossover Mickey vs. Pooh (aunque, por suerte, a cargo de otra gente), reinvenciones de Pinocho y Bambi y probables historias de asesinos seriales con Popeye y con Goofy (que liberan sus derechos en 2025 y 2026, respectivamente).
Cuando se quiere menospreciar al género se suele decir que cualquiera puede filmar una película de terror. A juzgar por La trampa del ratón, la afirmación es equivocada. Al menos se requiere tener algo que decir, saber cómo decirlo y respetar a quien paga su entrada. Tres cosas que a los responsables de este disparate, nunca se les ocurrió.